lunes, 24 de septiembre de 2007

Divagaciones


Camino por las calles. Acaba de amanecer y las farolas aún están encendidas. Hace frío, aunque aún conservo en mi piel el calor y el olor de ella. Llego a casa y casi a tientas subo las escaleras. Me meto en el cuarto de baño y comienzo a quitarme la ropa, que después de la libertad de la desnudez y las sábanas, sentía como barrotes de una celda. A pesar de mi timidez nunca he tenido reparo en desnudarme ante ojos extraños. Siempre que he sentido en ellos un destello de deseo, mi cuerpo ha ido moviéndose al compás de su mirada. Ahora me desnudo solo, con mis ojos como únicos testigos del espectáculo.

La ropa empieza a caer al suelo, y mientras cae deja el rastro de un aroma que ya siento mío. Abro los grifos de la bañera, necesito purificarme, no quiero que quede en mí ni una gota de nada que se parezca a amor. No quiero enamorarme cuando sé que no sería justo para nadie.

En mi mente varias escenas.

-- Duerme conmigo esta noche – aún la escuchaba.
-- No puedo verte, pero no me olvides, por favor, porque yo pienso en ti – le dije en un arranque de sinceridad
--Yo también pienso y pensaré en ti -- y mientras me lo decía me besaba dulcemente.


Metí mi cuerpo herido en la bañera. Después de todo venía de librar no una, sino sendas batallas. Fui sumergiéndome poco a poco, hasta que mi piel quedó oculta bajo el agua y la espuma. Solamente algunas partes de mi cuerpo quedaban aún por encima del nivel del agua. Fácil adivinar cuales. Recliné la cabeza y comencé a hundirla, sintiendo el agua caliente desinfectando mis heridas. Suavemente limpié mi piel, que brillaba más que nunca, ella había borrado su color gris a besos, aunque también había dejado zonas enrojecidas que ahora me hacían sonreír. La imaginé ahí frente a mí, observando la escena. La imaginé sumergiéndose en el agua, desapareciendo a mi vista, pero no a mi tacto. Buceando en mis profundidades. Cubriéndome como la espuma…Pensé en el sabor de sus besos descarnados, en sus labios… Me imaginé cubriéndola los ojos con un vendaje. Sus manos bailaban por mi cuerpo, sus labios se entreabrían buscando mi lengua y de vez en cuando también algo de oxígeno. Soñé despierto con ella y desee que estuviera pensando en mí.

Dulce tortura.

Esa misma noche volví a salir, buscando desesperadamente el calor de otros cuerpos, siendo infiel a mi mismo, intentando disfrazar la realidad. Cualquier excusa era buena. Ambiente distendido, tranquilo e íntimo. Una velada que no pude rechazar y donde sabía tendría oportunidad de superponer emociones nuevas con otras viejas. Sabía que era objetivo desde que entré por la puerta. Hice que bebía para tener coartada y poder perder las formas, pero no bebí ni una gota. Todo se fue a diversos lugares, pero nunca a mi estómago. Había más cuerpos, ninguno igual a ti, pero apreciablemente agradables. Gratos olores, pieles de colores distintos, ojos dulces y manos aparentemente hábiles. Y sobre todo palabras, palabras que se cambiaban por besos. El maravilloso juego de la seducción en el que caigo una y otra vez para sentirme vivo y ahora para huir de ti.

Me llevó a una habitación y yo me dejé creer ingenuo. Me acorraló contra la pared y se quedó a un milímetro de mi boca, quizás esperando a que yo la besara. No lo hice. Aún así, hubo beso. Su sabor era distinto, pero no sabría explicarlo. Me agarró por la cintura y comenzó a empujarme. Caminé de espaldas hasta que topé con algo. Una cama. Se abalanzó sobre mí y mis manos fueron solas, igual que mi mente, que pensaba en … ti.

Comenzamos a desnudarnos, yo casi por inercia. Me hizo una plegaria.
Resbalé hasta llegar donde me pedía. Ya sabes en lo que pensaba. Cada vez me encontraba más nervioso, con el corazón yendo más deprisa, cada vez más ansioso de correr a tu lado. Cerré los ojos e imaginé que era tu cuerpo, imaginé tu sonrisa, imaginé tus manos accediendo a mis secretos.

--Espera –escuché – para
--¿Qué pasa? -- pregunté
--Dímelo tú. ¿Dónde estás?

Me levanté y volvimos al salón. Me abrazó y volvimos de la mano.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Mis Paraisos Perdidos

Uno, que ya tiene edad de contar batallitas como bien saben los que me conocen, se aficionó al rugby en los años ochenta, fíjaos, en los ochenta cuando contaba con menos de 10 años, cuando los calentadores y las sombras de ojos y los nuevos románticos.

En los ochenta, la televisión pública (la 2, vaya) daba el V Naciones, hoy VI Naciones ad maiorem marcarum gloria. Era los sábados por la tarde, y Ramón Trecet nos hablaba a gritos de las tradiciones de los equipos británicos, del orgullo irlandés, de plasticidad del juego francés a la mano, de las historias sobre la imposibilidad de encontrar smokings de alquiler para los terceros tiempos con los que vestir a los inmensos delanteros galeses. Nos habló del significado del Flower of Scotland, de lo emotivo del Land of our Fathers, de los gritos de la afición galesa en Arms Park marcando el ritmo del empuje de los suyos en cada melé, heave!.

Los que veíamos esos partidos (y algún otro a quien le arruinábamos la siesta con las voces de Trecet, lo siento mamá) nos aficionamos a ese deporte practicado por equipos compuestos por tipos duros y tipos listos al 50%. Muchos policías, algunos abogados y cirujanos, bastantes mineros, no todos en perfecta forma física, todos amateurs. Cuando Trecet daba voces por las tardes las camisetas de los equipos no lucían ni la marca del fabricante ni mucho menos el logo del patrocinador, y eran de colores limpios y preciosos a salvo de la contaminación comercial, con los escudos de cada nación sobre el pecho. Gracias a esas retransmisiones nos enteramos de que los galeses consideran el rugby su deporte nacional, y que hacen frente a países mucho más populosos a fuerza de coraje y orgullo de clase trabajadora. También supimos que los ingleses cuentan con tipos cultivados y aristocráticos entre sus filas, que los irlandeses del Norte y los del Sur juegan juntos porque el deporte y el equipo son anteriores (y posiblemente superiores) a cualquier disputa política; que un capitán de Escocia dijo aquello de ganar a Francia es un placer, ganar a Inglaterra es un deber. También supimos que los franceses basan su potencial en su facilidad para el juego a la mano, gracias a jugadores en su mayoría nativos del Sur del país y algunos de origen español como ese Laurent Rodríguez que cerraba las melés francesas con la contundencia de un cerrojo Fac.

En esos años nos aficionamos a este deporte raro que no tenía tradición en España a pesar del entusiasmo de los que lo practicaban, y no sabemos si lo hicimos por la vehemencia de Trecet, o por las preciosas imágenes de las retransmisiones, o por la emoción de los himnos o los colores de las camisetas. También tuvieron algo que ver los jugadores del momento, los héroes de equipos que representaban a sus pueblos con un compromiso que ya quisiéramos algunos ver en los jugadores de nuestros equipos y nuestra selección. En esa época sacrificábamos con gusto la siesta por ver al gran Serge Blanco ensayando mientras se sacaba un hombro, a Pierre Berbizier dirigiendo el cotarro, a Phillipe Sella flotando entre las líneas rivales. De azul más oscuro y con un cardo en el pecho veíamos a los hermanos Hastings, Scott y sobre todo Gavin, aplaudido por todos sus rivales en su retirada. Y a John Jeffrey, el Tiburón Blanco, reconocible entre los amasijos de piernas y brazos por su pelo rubísimo, como Alberto Malo era reconocible por su melena pelirroja en España. Irlanda pasaba por momentos complicados a pesar del tonelaje de Noel Manion, e Inglaterra paseaba curricula gracias a Christopher Robert Andrew, distinguido jugador de rugby y cricket en la universidad de Cambridge, o al controvertido Johnatan Webb, zaguero del equipo nacional y cirujano de manos blandas y temperamento gélido. La nota de color la daba la madre de los hermanos Anderwood, Rory y Tony, de origen chino y siempre captada por las cámaras en la grada por su expresividad casi tan explosiva como el sprint de sus hijos.

Entre todos destacaba, cree el que suscribe, uno y solo uno. Posiblemente el más feo, el menos fuerte, el más antiestético en las fotos de equipo, el que siempre se sorbía la nariz cuando le enfocaba la cámara. El tipo que fijaba las mangas a las muñecas con esparadrapo para que no se le subieran. El que se fue al rugby a XIII para luego volver, más musculado, a liderar de nuevo al equipo que dejó en la estacada en una traición imperdonable para la grada, que luego perdonó por ser quien era. Jonathan Davies, naturalmente, el más brillante de todos.
Enganchados por el virus del rugby empezamos a jugarlo, y a mirar más allá, hacia el Sur y hacia Argentina. Nick Farr Jones, Michael Lynagh, Hugo Porta, Francois Pienaar, John Kirwan fueron nombres que nos empezaron a sonar, como el de Wayne Shelford, capitán de la selección maorí que hizo una gira por España y que, al firmar un autógrafo a un amigo apretando su pluma estilográfica para que quedara clara la tinta, se la devolvió abierta en dos como un tirachinas. Supimos lo que era la haka y nos quedamos fascinados por esos tipos rubios honrando la memoria de los antepasados maoríes de sus compañeros de equipo.

Llegaron entonces los mundiales, y la profesionalización y los cambios constantes de reglas y las emisiones restringidas del V Naciones, luego VI por la entrada mediática de Italia. Las touches disputadas a cinco metros del suelo, las camisetas apretadas, los tipos ultra-musculados, Jonah Lomu, y el impacto comercial. Algunos pensamos que ya estaba, que las marcas habían llegado al último deporte virgen, al último reducto del espíritu que debería gobernar todas las competiciones. Nos temimos que la mercadotecnia podría hacer desaparecer la tradición, o caricaturizar los ritos, o hacer desaparecer el respeto del ganador hacia el vencido. Nos temimos que el rugby se futbolizara, esto es, nos temimos lo peor.

Pero, mirad por donde, no fue así. La comercialización, la masiva aparición en los medios no ha podido por la esencia de un deporte que sus aficionados guardan como un tesoro. El pasillo de honor que el ganador hace al derrotado al final del partido resume la identidad del rugby y sus jugadores, su esencia y su tradición, la profundidad de lo que está en juego en cada partido. Los anuncios no han conseguido que dejemos de emocionarnos con cada haka, y con las danzas de guerra que en contestación lanzan los jugadores de Fidji, Samoa o Tonga, diminutos países que hacen del rugby su alegría y nuestro asombro. Tampoco han conseguido que nos estremezcamos al escuchar himnos de países a veces odiados, cantados a voz en grito por una multitud consagrada a empujar a la gloria a quince tipos monumentales que cantan con ellos desde el centro del campo, conscientes de que no sólo se juegan sus propios dientes. Tampoco han logrado que, por asombroso que parezca, al escuchar las arengas de los capitanes antes de la primera carga de delantera, sintamos envidia por no pertenecer a un grupo de quince tipos a quien seguramente vayan a romper la cara durante los próximos minutos.
Estos días hay Copa del Mundo de Rugby y esto es una gran noticia tanto para los aficionados a este deporte como para los de cualquier otro, porque los mejores jugadores del planeta se ocuparán durante las próximas semanas de que la esencia del deporte puro brille en medio de la artificialidad del fútbol moderno.