viernes, 21 de septiembre de 2007

Mis Paraisos Perdidos

Uno, que ya tiene edad de contar batallitas como bien saben los que me conocen, se aficionó al rugby en los años ochenta, fíjaos, en los ochenta cuando contaba con menos de 10 años, cuando los calentadores y las sombras de ojos y los nuevos románticos.

En los ochenta, la televisión pública (la 2, vaya) daba el V Naciones, hoy VI Naciones ad maiorem marcarum gloria. Era los sábados por la tarde, y Ramón Trecet nos hablaba a gritos de las tradiciones de los equipos británicos, del orgullo irlandés, de plasticidad del juego francés a la mano, de las historias sobre la imposibilidad de encontrar smokings de alquiler para los terceros tiempos con los que vestir a los inmensos delanteros galeses. Nos habló del significado del Flower of Scotland, de lo emotivo del Land of our Fathers, de los gritos de la afición galesa en Arms Park marcando el ritmo del empuje de los suyos en cada melé, heave!.

Los que veíamos esos partidos (y algún otro a quien le arruinábamos la siesta con las voces de Trecet, lo siento mamá) nos aficionamos a ese deporte practicado por equipos compuestos por tipos duros y tipos listos al 50%. Muchos policías, algunos abogados y cirujanos, bastantes mineros, no todos en perfecta forma física, todos amateurs. Cuando Trecet daba voces por las tardes las camisetas de los equipos no lucían ni la marca del fabricante ni mucho menos el logo del patrocinador, y eran de colores limpios y preciosos a salvo de la contaminación comercial, con los escudos de cada nación sobre el pecho. Gracias a esas retransmisiones nos enteramos de que los galeses consideran el rugby su deporte nacional, y que hacen frente a países mucho más populosos a fuerza de coraje y orgullo de clase trabajadora. También supimos que los ingleses cuentan con tipos cultivados y aristocráticos entre sus filas, que los irlandeses del Norte y los del Sur juegan juntos porque el deporte y el equipo son anteriores (y posiblemente superiores) a cualquier disputa política; que un capitán de Escocia dijo aquello de ganar a Francia es un placer, ganar a Inglaterra es un deber. También supimos que los franceses basan su potencial en su facilidad para el juego a la mano, gracias a jugadores en su mayoría nativos del Sur del país y algunos de origen español como ese Laurent Rodríguez que cerraba las melés francesas con la contundencia de un cerrojo Fac.

En esos años nos aficionamos a este deporte raro que no tenía tradición en España a pesar del entusiasmo de los que lo practicaban, y no sabemos si lo hicimos por la vehemencia de Trecet, o por las preciosas imágenes de las retransmisiones, o por la emoción de los himnos o los colores de las camisetas. También tuvieron algo que ver los jugadores del momento, los héroes de equipos que representaban a sus pueblos con un compromiso que ya quisiéramos algunos ver en los jugadores de nuestros equipos y nuestra selección. En esa época sacrificábamos con gusto la siesta por ver al gran Serge Blanco ensayando mientras se sacaba un hombro, a Pierre Berbizier dirigiendo el cotarro, a Phillipe Sella flotando entre las líneas rivales. De azul más oscuro y con un cardo en el pecho veíamos a los hermanos Hastings, Scott y sobre todo Gavin, aplaudido por todos sus rivales en su retirada. Y a John Jeffrey, el Tiburón Blanco, reconocible entre los amasijos de piernas y brazos por su pelo rubísimo, como Alberto Malo era reconocible por su melena pelirroja en España. Irlanda pasaba por momentos complicados a pesar del tonelaje de Noel Manion, e Inglaterra paseaba curricula gracias a Christopher Robert Andrew, distinguido jugador de rugby y cricket en la universidad de Cambridge, o al controvertido Johnatan Webb, zaguero del equipo nacional y cirujano de manos blandas y temperamento gélido. La nota de color la daba la madre de los hermanos Anderwood, Rory y Tony, de origen chino y siempre captada por las cámaras en la grada por su expresividad casi tan explosiva como el sprint de sus hijos.

Entre todos destacaba, cree el que suscribe, uno y solo uno. Posiblemente el más feo, el menos fuerte, el más antiestético en las fotos de equipo, el que siempre se sorbía la nariz cuando le enfocaba la cámara. El tipo que fijaba las mangas a las muñecas con esparadrapo para que no se le subieran. El que se fue al rugby a XIII para luego volver, más musculado, a liderar de nuevo al equipo que dejó en la estacada en una traición imperdonable para la grada, que luego perdonó por ser quien era. Jonathan Davies, naturalmente, el más brillante de todos.
Enganchados por el virus del rugby empezamos a jugarlo, y a mirar más allá, hacia el Sur y hacia Argentina. Nick Farr Jones, Michael Lynagh, Hugo Porta, Francois Pienaar, John Kirwan fueron nombres que nos empezaron a sonar, como el de Wayne Shelford, capitán de la selección maorí que hizo una gira por España y que, al firmar un autógrafo a un amigo apretando su pluma estilográfica para que quedara clara la tinta, se la devolvió abierta en dos como un tirachinas. Supimos lo que era la haka y nos quedamos fascinados por esos tipos rubios honrando la memoria de los antepasados maoríes de sus compañeros de equipo.

Llegaron entonces los mundiales, y la profesionalización y los cambios constantes de reglas y las emisiones restringidas del V Naciones, luego VI por la entrada mediática de Italia. Las touches disputadas a cinco metros del suelo, las camisetas apretadas, los tipos ultra-musculados, Jonah Lomu, y el impacto comercial. Algunos pensamos que ya estaba, que las marcas habían llegado al último deporte virgen, al último reducto del espíritu que debería gobernar todas las competiciones. Nos temimos que la mercadotecnia podría hacer desaparecer la tradición, o caricaturizar los ritos, o hacer desaparecer el respeto del ganador hacia el vencido. Nos temimos que el rugby se futbolizara, esto es, nos temimos lo peor.

Pero, mirad por donde, no fue así. La comercialización, la masiva aparición en los medios no ha podido por la esencia de un deporte que sus aficionados guardan como un tesoro. El pasillo de honor que el ganador hace al derrotado al final del partido resume la identidad del rugby y sus jugadores, su esencia y su tradición, la profundidad de lo que está en juego en cada partido. Los anuncios no han conseguido que dejemos de emocionarnos con cada haka, y con las danzas de guerra que en contestación lanzan los jugadores de Fidji, Samoa o Tonga, diminutos países que hacen del rugby su alegría y nuestro asombro. Tampoco han conseguido que nos estremezcamos al escuchar himnos de países a veces odiados, cantados a voz en grito por una multitud consagrada a empujar a la gloria a quince tipos monumentales que cantan con ellos desde el centro del campo, conscientes de que no sólo se juegan sus propios dientes. Tampoco han logrado que, por asombroso que parezca, al escuchar las arengas de los capitanes antes de la primera carga de delantera, sintamos envidia por no pertenecer a un grupo de quince tipos a quien seguramente vayan a romper la cara durante los próximos minutos.
Estos días hay Copa del Mundo de Rugby y esto es una gran noticia tanto para los aficionados a este deporte como para los de cualquier otro, porque los mejores jugadores del planeta se ocuparán durante las próximas semanas de que la esencia del deporte puro brille en medio de la artificialidad del fútbol moderno.

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