miércoles, 11 de julio de 2007

La Estirpe del Cid

Nosotros sólo somos un puñado de hombres que se ganaban el pan prestando sus armas al servicio del señor que las pagase. Aunque en estos días hay otros muchos como nosotros, la mayoría hijos segundones venidos a menos que no habían recibido otra cosa que un ilustre apellido, hombres desesperados, condenados a vivir con una mano en la espada y la otra en las riendas del caballo, combate tras combate, aguardando en cada batalla un destino incierto, Pidiendo a la Providencia tan sólo un día más de regalo para seguir viviendo.

Somos una raza de hombres de un tiempo a la vez esplendoroso y oscuro. Mujeres y niños nos contemplan atónitos cuando desfilamos ante ellos con nuestras relucientes espadas, bruñidos cascos, sobrevestes de colores y lanzas enristradas.

Admiran asombrados cómo cabalgamos a lomos de nuestros corceles de guerra, cual centauros prestos a protagonizar venturosas hazañas que más tarde cantarán los juglares y contarán los cronistas en sus anales. Tal vez muchos de estos asombrados niños sueñan con ser como nosotros algún día, y regresar victoriosos tras haber vencido en algún combate.

Parecemos héroes de leyenda, pero sólo somos hombres de carne y hueso, con la piel cosida a cicatrices y el alma partida en mil pedazos, producto de las heridas recibidas en combate y en el corazón. Tenemos que parecer guerreros despiadados sin otro sentimiento que el de la victoria, pero todos soñamos con una casa de paredes de piedra y cubierta de tejas a la vera de un río de aguas cristalinas, y con cálidos aterdeceres en los que el olor de la tierra mojada por la lluvia se mezclara en el aire con el del perfume a lavanda y espliego de una hermosa mujer, con el del pan caliente recién salido de la tahona y con el sonido de las voces de unos niños correteando por un prado de hierba fresca.

Ésos son nuestros sueños tras librar batallas en las que los alaridos de los hombres tajados por el filo de las espadas, los horribles lamentos de los mutilados y el nauseabundo olor a sangre corrompida, a orina y heces de los cadáveres y heridos se suceden combate tras combate en una vorágine de horrores a la que nunca lograré acostumbrarme.

No tenemos arraigo a otra cosa que no sea nuestra propia vida, pero la arriesgamos en cada combate como si no tuviera más valor que un celemín de trigo; no creemos más que en nuestra propia fuerza, pero rezamos a Dios rogándole que nos conceda la suya en la batalla; confiamos nuestra suerte a nuestra habilidad y nuestro empuje, pero reclamamos del destino fortuna y azar propicio; no pensamos sino en el día a día, pero añoramos un futuro lleno de venturas y paz.

Entre batalla y batalla, sobre todo después de cada una de estas, nos creemos inmortales.

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