viernes, 23 de marzo de 2007

12 Historias para una Noche (IV)

La pluma descasaba bajo la almohada.

La gruta despedía infinidad de sombras, pardas a la luz de la hoguera. El indio, de edad indefinida, lanzó a las llamas unas bolitas de sustancia que avivaron el fuego. Por sus mejillas rodaron algunas lágrimas en recuerdo de los que partieron.

Alzó su larga envergadura y comenzó a entonar una salmodía que le había enseñado el brujo harapiento de quien había aprendido las artes de la magia.

Con paso lento pero firme aumentó el ritmo cadencioso de su pisar y emprendió un baile alrededor de la fogata. Como en un teatro de sombras chinescas, las paredes se llenaron de historias relatadas por las contorsiones y movimientos del indio. Llevaba ya mucho tiempo danzando cuando sintió la presencia. Si hubiera tenido los ojos abiertos habría podido observar que desde hacía un buen rato, a su sombra se había unido otra que había surgido del fuego y ahora le seguía.

Entornó los ojos sin olvidar la cara de la muchacha que yacía en la cama de un lejano hospital, y lo vio. Quiso no darle importancia pero algo se rebelaba en su interior. La presencia siniestra que durante tanto tiempo había esperado ya estaba allí.

Vagamente recordó al joven, se concentró en enturbiar la conciencia de su enemigo, danzando, danzando como si no tuviera miedo. De su boca, poco a poco , surgieron salmos que hacía milenios que no habían sido entonados y que puestos en sus labios cobraban la fuerza mítica con la que fueron creados, hasta convertirse en conjuros que adormecían la potencia del otro.

Volvió a entornar los ojos y lo vio quieto, espectante y sombrío, sonriente en su maldad, sabedor de que harían falta mucho más que embrujos y conjuros para aplacar la necesidad que tenía de seguir vivo. De su boca surgió un frio demoledor que a punto estuvo de tumbar al indio. Recobrado este lanzó un hechizo que se convirtió en fuego, que quema y destruye todo a su paso. La más absoluta nada.

La lucha desigual hacía ya tiempo que no se desarrollaba en el interior de la gruta y se había aposentado en paisajes variopintos y cambiantes que no caben en el alma de ningún mortal. Semanas hediondas y lóbregos lustros duró la lucha por el dominio del alma de la mujer que seguía postrada en el interior de un hospital de Edimburgo.

El viejo indio comenzó a sentirse cansado. La mano que la bestia le había introducido en el pecho le quemaba, y a punto estuvo de soltar las cuencas emponzoñadas de los ojos de su enemigo. Se paró.

Cegada y dolorida la bestia arremetió de nuevo. Lo preparó lentamente, saboreando cada palabra antes de anunciarla. Lanzó el último conjuro con la fuerza de las siete piedras sustanciales y los siete vientos elementales. Dotado de un poder descomunal y magnificado por la debilidad de su oponente, el conjuro cumplió su cometido y desterró de la tierra a la bestia, pero fue insuficiente para destruirla.

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