domingo, 7 de enero de 2007

In Nomine Ipso Recreor (III)

Estuve en Lisboa menos de cincuenta minutos; el tiempo justo para ir de la estación de Santa Apolonia a la del Rossío. Hora y media más tarde pisaba el andén de Sintra bajo un cielo de nubes bajas que difuminaban, monte arriba, las melancólicas torres grises del Castillo Da Pena. No había taxis a la vista, por lo que subí andando hasta el pequeño hotel que había reservado frente a las dos grandes chimeneas del Palacio Nacional. Eran las diez de la mañana de un jueves y la explanada estaba libre de turistas y autocares.

La habitación tenía unas vistas al paisaje quebrado, espeso y verde, donde despuntaban tejados y torres de las viejas quintas, entre jardines centenarios cubiertos de hiedra.

Después de la ducha y un café, pregunté por la famosa Quinta da Soledade, y la encargada del hotel me indicó el camino en un pequeño mapa turístico. Eché a andar por el camino, carretera arriba, no se cuanto tiempo pasó, tan sólo me parecieron minutos cuando me atravesando los encajes de piedra neomanuelinos de la Torre de Regaleira. Muros umbríos, canalillos y fuentes por donde corría el agua, hiedra espesa cubriendo las paredes, rejas troncos de árboles, escaleras de piedra tapizadas de musgo y restos de antiguos azulejos de las quintas abandonadas.

La Quinta Da Soledade es un edificio rectangular del siglo XVIII, con cuatro chimeneas. A uno y otro lado de la entrada sobre unas columnas de granito hay dos estatuas de piedra verdegris, enmohecía. Una representaba un busto de mujer, la otra parecía idéntica, pero de facciones ocultas bajo la hiedra que trepaba hasta ella, como un inquietante parásito que se hubiera adueñado del rostro, fundiéndose con los rasgos moldeados debajo.

Al caminar hacía la casa escuchaba el sonido de mis pasos sobre las hojas muertas, a través de un sendero flanqueado por estatuas de mármol, casi todas caídas y rotas junto a los pedestales vacíos. A la izquierda junto a un estanque lleno de plantas acuáticas, una fuente de azulejos rotos cobijaba a un angelote mofletudo de ojos vacíos y manos mutiladas, que dormía con la cabeza sobre un libro y de cuya boca entreabierta manaba un hilillo de agua.

La Quinta Da Soledade, sí, el nombre era adecuado.

Entonces escuché la música, ascendí por una escalera de piedra hasta la puerta, levanté la vista y entre mi cabeza y el cielo gris, un antiguo reloj de sol no marcaba hora alguna en sus cifras romanas. No pude evitar sonreír mientras traducía la leyenda que lo presidía: Omnes vulnerant, postuma necat.

Nada mejor para acompañar la letra de la canción.

Fui bailar no meu batel
Além do mar cruel
E o mar bramindo
Diz que eu fui roubar
A luz sem par
Do teu olhar tão lindo
Vem saber se o mar terá razão
Vem ver bailar meu coração
Se eu bailar no meu batel
Não vou ao mar cruel
E nem lhe digo aonde eu fui cantar
Sorrir, bailar, viver, sonhar contigo


P.S. A todas as meninas que eu quero, e àquela agora aprecíam Portugal. Desde que eu nunca fui, você traz essa mágica de Sintra para mim. Um beijo, contudo minha afeição.

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